martes, 6 de agosto de 2013

Artesanos II

Ella salió de prisa. La luna aún era cúspide y el frío cortaba como el filo de un naipe. Caminó hasta la esquina. Sola. Siempre sola. Él regresó a casa, fatigado, aún borracho. Azotó la puerta de su cuarto. Ella esperaba un taxi (o al otro). Él miraba el reloj. Cinco y media. De nuevo tarde. Se levanta, pone música: “al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver”, suena, como siempre, de nuevo, la misma canción que cantaba su viejo. Ella sigue haciendo mariposas. Él escribe versos de vez en vez. Ella ya no las tira en la lluvia. Él se exilia en el trabajo. Ella piensa en él y se resigna. Él piensa en ella y se lacera. Como hace diez años. Todo se repite. Sísifo en la casa. Los dos viven anodinos, se ignoran y se piensan como antes, como siempre. Él escribe más y más cada vez. Ella no sólo lo ignora, también piensa en la muerte. Tan lánguida. Ella toma un taxi. Se baja en el lugar de siempre. Saluda a un tipo. Lo besa. Se inclina. Él duerme hasta tarde. Siempre tarde. Se alista. Ella sale de aquel lugar. Ambos salen, caminan con la misma dirección. Ella recuerda el sonido de la playa. Él recuerda su voz en la madrugada. Ella piensa en el abandono. Él siente el remordimiento de los días, pesados como lápidas. Ella no entiende. Sigue caminando. Él también sigue, con pasos lentos, el camino que lo llevó a Ella. El camina todos los días el mismo sendero. Pone sus pies en las huellas que dejó el día anterior. Ella anda por diferentes caminos, deja que el azar decida. Van a la misma dirección. Nunca se encuentran. Ya no se buscan. Ya no se extrañan. Caminan 50 pasos. Pasan casi juntos. No se miraron. Se ensimisman. Después de dos pasos, giran la cabeza. Sonríen. Aún se quieren, pero es mejor así. Llueve. En estas historias siempre llueve. Él se refugia bajo la fachada de una café. Uno nuevo, caro. Busca un encendedor. Ya no fumaba. Se golpe el pantalón, las piernas. No lo encuentra. Corre hasta el puesto de la esquina. Se moja. Pide fuego. Fuma como si al final del cigarro se acabara la lluvia. Ella sale del edificio. Usa un paraguas que comparte. Son dos personas. Camina. Platica. Sonríe, su sonrisa es gigante, como las alas de una mariposa. No hay beso capaz de abarcarla. No existe. Él lo sabe. Ella no. Ella sabe a durazno, tiene las manos suaves y las piernas largas, como un deseo eterno que no cesa. Ella lo sabe. Él no. Llegan. Él abre la puerta. Se sacude. Camina en la oscuridad hasta la habitación. Abre la puerta. No hay nadie. Nunca hay nadie. Ella llega, el aire es frío, pero acogedor, como una ventisca a la mitad del desierto. Saluda. Dibuja un quetzal. Lo borra. Empieza de nuevo. Ella no contesta la llamada. Se queda atada. Él insiste. Ella pierde la cabeza. Él desiste. Ella contesta, no es él. Otro día. Los dos repiten la rutina. Caminan el sendero que los conduce al Otro. Ya no se encuentran. Nunca más se volverán a ver.

Artesanos I

Es la melodía que engrilleta nuestras manos a este trozo de carne, pudriendo, sudando, llorando. Es la agonía inescrutable del que sabe que no se puede salvar. Nueve y media. Ya es tarde. Camina hacia la estación, compra un cigarro, lo prende, se recarga en un muro azul. Sus pantalones son fríos, se soba las piernas con las manos. Sigue caminando, llega. Ella camina hasta las escaleras, esperando que llegue temprano. Lo que ella nos sabe es que nunca llegará. Es que se fue lejos, tomó un tren con rumbo a la escarcha. Ella espero por dos horas. Nueve y media, ya es muy tarde. Las escaleras están mojadas, los escalones escurren su vacío hacia una coladera repleta de basura. Él casi resbala. Maldice, masculla, espeta. Ella lo mira pasar, desconsolada busca unas monedas para hablarle, no sabe que no vendrá, nadie le dijo que se había ido. Se paran bajo el mismo puesto de periódicos. Él sigue buscando un cerillo. Ella saca una moneda. Diez y media. No llegará. Él la mira a ella, recorre su cuerpo con un dejo de lujuria efímera. Después de dos minutos se concentra en el cerillo. La lluvia se detiene, ella camina hacia la parada de autobuses, decide que debe regresar a casa. Él no sabe adónde va, compra un encendedor. Once en punto. Mañana se volverán a ver. Suena el teléfono, toda la mañana suena. Nadie contesta. Ella cuelga desesperada, sigue llorando. Él toma una hoja de papel y hace un barquito. Lo pone en el caudal que se forma en la canaleta de una acera. Ella deja llorar, se levanta, toma un pedazo de papel y hace una mariposa, una grande. La deja caer desde el pequeño balcón que hay en su recámara, se moja, se deshace. El barco sigue su curso sólo diez centímetros después. Se voltea y se hunde. Pide un taxi, va a trabajar. Llega, no encuentra las llaves. No las encontrará, se golpea los muslos y nalgas buscando sentir el metal, pero nada. Revisa su mochila. Va con un cerrajero, uno cercano. Negocian. El hombre viejo abre la puerta. En el taller no hay nada. Sólo barro, papeles, plumas y mucha tinta. Ella no quiere salir de su casa. Los restos de la mariposa están tendidos sobre la banqueta. Suena el teléfono. Contesta con vacilación, pero finge una voz modulada y casual. Finge. Él no habla, el taller está solo, aún quedan algunos versos pegados en la pared. Barro en los apagadores. Encuentra una pluma negra. Ella saca una hoja de papel, dibuja un círculo, uno grande. Después, un espiral, unas hojas, pétalos, tallos, en forma de círculo, un centro de iniciación. Él toma un pedazo de papel y avienta una palabra con su nueva pluma. Una hoja. Una letra. Un pétalo. Otra letra. Una hoja. Los pies de un ave. Un verso. Un nombre de seis letras. Un nombre. Ninguno conocido. Nueve y media, ya es muy tarde. Sale. Sale. Ella debe ir a la tienda a comprar agua y pan, él debe buscar algún sitio, uno solo. Él toma un taxi. Ella camina sobre el filo de una barda. El taxi se desvía, el tráfico lo detiene. Ella se acerca a la tienda. Él le pide al taxista que encuentre una ruta menos pesada. Ella recibe su cambio. Él sigue en su taxi. Se baja en una esquina. Ella cruza la calle, piensa en que no volverá. Él camina por una calle que jamás había pisado. Ella se mete en su casa. Ella sube las escaleras. Él sigue caminando. Se asoma a su ventana, ve pasar a un hombre. Él, de repente voltea. La ve. No saben que se volverán a ver. No saben que estarán juntos por siempre. Pasan tres años. Él se enamora, la descubre. Ella lo mira, lo ama. No lo saben. El desprecia, como nunca, todo lo malo del mundo, se irrita con facilidad y revienta un globo. Ella camina sin saber su rumbo, con la esperanza de sobrevivir sin tener que pensar en su soledad. Él la mira. Ella lo mira. Llueve, no hay luz. Ya no pueden mirarse. Ella va detrás de él. Él lo sabe, pero ella no. Con el cuidado de los cirujanos, él deja que lo rebase. Él no sabe su nombre. A ella no le importa saberlo. Lleva 7 años fumando, no puede parar ni quiere; sale a la escaleras buscando un cerillo. Ella está en su nuevo empleo, huyendo de su soledad y de sí misma. Huye, corre, no lo sabe, aún no lo sabe. Él la mira y le dice que lo acompañe. Ella acepta con remilgos. Ella confía, él abandona. Ella abandona, él porfía. Se aman como la primera vez que amaron, incluso más, como si nunca hubieran amado de esa manera. Él resbala y cae por un hoyo, húmedo y triste. Ella lo rescata. Ella tiene dudas, él intenta responderlas sin palabras. Ella es un apando de recuerdos, él quiere salir pero no puede. Porque así es él, porque así es ella. Se aman como los niños que recuerdan. Como las cosas que se aman conscientemente, alevosamente. Ellos caminan de la mano, como si nada importara. Esta ciudad amurallada por símbolos de invierno. Porque en el tercer mes de la estación de frío decidieron terminar con la ventisca. Después de la lluvia, siempre viene la calma.